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Nadie como Emmanuel Bove ha tenido un sentido tan agudo del detalle, dijo Samuel Bekett de este autor olvidado, que hoy reivindican con tanto entusiasmo justificado en Francia, y que a los veinticinco años escribió una obra maestra, una novela sorprendente traducida ya a varios idiomas. Aquella novela, Mis amigos, desde que deslumbrara a Colette, su primera editora, no ha hecho más que despertar la admiración de escritores y lectores. Peter Handke, que la ha traducido al alemán y es uno de sus más entusiastas admiradores, ha comparado a Bove con Chéjov y Scott Fitzgerald: un escritor puro, un escritor de nacimiento, uno de los pocos escritores a los que la palabra grande no le viene grande. Emmanuel Bove (1898-1945) no sólo escribe de una forma diferente, sino que cuenta las cosas, las vidas de sus personajes, sus ilusiones, sus decepciones, de una forma diferente. Su arte es tanto el arte de la alusión como el arte de la elusión: los personajes de sus novelas apenas dicen nada, frases por lo demás sin importancia, apenas se les describe por un gesto, por un detalle nimio en su indumentaria, y sin embargo hay en ese gesto y en ese detalle una riqueza de matices que no consiguen las más prolijas descripciones. En Bove, como en los grandes novelistas, no importa el tema, lo que importa es el tono. Tal vez el secreto de su literatura resida, como él mismo confesaría en una ocasión, en negarse a hacer literatura, en huir de lo literario y sus servidumbres, empezando por la mayor de todas: el estilo. Bove dinamita el estilo literario, y con sus fragmentos construye, sin proponérselo, su peculiarísimo estilo, un estilo que es a la vez negación del estilo. Cuando uno lee a Bove, escribió el crítico Edmond Jaloux, apenas se tiene la impresión de estar leyendo.